Revista digital de literatura experimental.

OLEAJE

Editorial

Como el mar y su oleaje infinito, a veces con furia, a veces con quietud, es el quehacer de nuestra revista de literatura experimental OLEAJE.

Las palabras también rompen con furia, cobijan con dulzura o refrescan nuestras vidas cuando menos lo pensamos. Y es a un mar de palabras donde te invitamos a sumergirte y encontrarte con nuestros escritos llenos de rumor de mar.

Agradecemos a la Biblioteca Pública de Algarrobo 375 BC1 donde realizamos el taller De la lectura a la escritura creativa el año 2022 y donde nació la idea de compartir en esta publicación nuestro trabajo literario.

Fotografía de Portada de Trinidad de la Maza

Dra. Juana Lorena Campos

Editora

Nicole Arriagada Araya

Diseño

Paz sobre la constelación cantante de las aguas. Paz en el mar a las olas de buena voluntad.

Monumento al mar. Vicente Huidobro.

Phármakos

Los antiguos griegos lo llamaron Phármakos; los judíos, chivo expiatorio, los cristianos, Agnus Dei y los soldados de las Cruzadas, cabeza de turco.

Adell, Anna (2011), El arte como expiación. Madrid, Casimiro.

Ese desvelo de luna llena y la repetitiva ausencia nocturna de su mujer por motivos de trabajo, lo envalentonaron a levantarse y tomar sus propios utensilios del oficio. Fue al lugar y podó rama por rama, árboles y arbustos, liberándolos del asesino que los estrangulaba. Su intención era que volvieran a crecer sanos y robustos, sin la plaga que año a año venía robándoles la vida.

 

A principios de enero, días en que usualmente comienza a florecer el quintral al compás de las olas matutinas, se mecía suave un bulto a orillas del roquedal. Se vislumbraba desde el sendero, a través de una vista que de antaño y por años, había estado siempre cegada al mar y escondida del pueblo tras abundante y tupida naturaleza agonizante.

 

La máxima autoridad, excusada por la posible contaminación de las herramientas municipales, que son pocas, y el consiguiente riesgo de propagación de la planta parasitaria a otros jardines, se había negado a lo largo de sus tres continuos mandatos a autorizar la poda. Pero, finalmente, esa mañana los huéspedes indeseados de los jardines habían desaparecido casi de raíz. El camino, ya sin obstáculos, permitía desde lo alto y a un par de metros reconocer flotando el cuerpo robusto y sin vida de Nelson.

 

¿Por qué un vecino tan preciado y de buenas costumbres, dedicado y destacado jardinero municipal de toda la vida, tras su tan deseado y lamentable último trabajo se eclipsa repentina y rotundamente en las sombras de Baco, ahogándose en el mar esa madrugada como lo indicara la autopsia?

 

Las interrogantes y frustración comienzan a correr en desbocados rumores por el poblado, llegando, así, con rapidez y ventaja a la conclusión de que se lo merecía.

 

Nelson iluminado por el astro y con el océano a sus espaldas, al completar su faena y despejar el lugar, vio ante sus ojos el auto rojo municipal. Inmensa fue su sorpresa cuando por la ventana del asiento trasero, reconoció los brillantes estiletes de charol negro que para navidad le había regalado a su mujer.

 

Mayor fue su desazón, cuando al interior del todo terreno, notó nítidamente la figura de un hombre que yacía sobre su mujer.

 

Su mujer no lo pudo ver. Él sí vio al que la poseía. Por fin comprendió por qué no lo autorizaban a podar los arbustos enfermos del camino.

Florencia Grisar Martínez

Imagen de Canva Pro

In Vino Veritas

Ya han pasado muchos años y es bien probable que ni se acuerden. Cuesta determinar de qué se acuerda la gente, también es difícil determinar si en ese grupo de amigos alguno pensó quién era Amelia o, al menos, qué podría sentir cuando decidieron levantar esas entelequias tan descabelladas sobre ella.

 

Nadie dijo específicamente nada, solo había un fondo de sospecha. Amelia pensaba que era posible que esa distancia invisible, ese pie en la puerta bien disimulado fuera producto de que el grupo estaba bien afiatado y que, de alguna manera, ella no encajaba, aunque instintivamente algo le decía que esto no andaba bien.

 

Era raro que teniendo Amelia esa mala costumbre de sospechar de todo, de acumular agravios para mantener siempre las cuerdas tirantes y dolorosas, nunca hubiera agudizado el ojo ante ese grupal manto de silencio. Por otro lado, tampoco era muy amiga de hablar de sus cosas íntimas. Su compañero algunas veces sostenía cosas como que ese gallo te tiene ganas, pero ella solía ver eso como una exageración para reafirmar esa condición de mujer deseada que muchas usan como combustible para sus motores y que regala una auto reafirmación. Ella siempre asoció esa idea a la historia de Marilyn Monroe, donde el deseo ataca como hambre. Lo pensó sobre todo después de seguir cada línea de ese libro especial que recopila fragmentos, poemas y notas personales de la actriz.

 

Fue un día de semana cuando llegó la Gloria con unos amigos a casa de Amelia. Y esto significaba sacar unos vinitos y, con ella en primer plano, era bien probable que a las cuatro de la tarde ya estuvieran todos medios curaitos. A Gloria le encantaba eso de andar a medio filo y también torear a los amigos; en el peak de su borrachera empezaba a ventilar intimidades y en medio de ese ánimo fue que la Gloria desembuchó eso de: “contémonos la verdad, todos sabemos que la Amelia es lesbiana”. Considerando que todos los que ahí estaban eran viejos ya, la noticia verdadera o falsa no tenía gran valor. Pero el verdadero horror para Amelia fue cuando la Gloria dijo que todo el grupo de amigos había mantenido a sus hijos lejos de ella, advirtiéndoles del peligro de tenerla cerca.

 

El Juan y la Gloria vivían en un sector que habían bautizado como Chernobil. Juan siempre tuvo mil pretextos para no trabajar, todos ingeniosamente bien elaborados. La Gloria para no estresar al Juan buscó entre algunos parientes una pega que hacer en casa, y así surgió el trabajito del troquelado que les mandaba semanalmente su cuñado imprentero.

 

Para la Amelia era siempre interesante dejarse caer a las 10 a.m. después de la feria para tomarse un café con Juan y la Gloria entre cajas y recortes de cartones. Él era intelectualmente muy potente y una charla mañanera sobre Panait Istrati, Orhan Pamuk y otros autores era un recorrido literario siempre largo e intenso.

 

Un día martes, de esos de feria, la charla fue sobre el suicidio y su intrincada fuerza, pasearon por varios ejemplos y razones, entre ellas la de Joaquín Edwards Bello y su temor a terminar sus días entre bacinicas y potingues. La Gloria pocas veces entendía los argumentos de Juan y esta vez no fue muy distinto, por lo que se descompuso con el tema. Todo era literal en ella, lo que Juan y Amelia entendían como literatura y poesía, para Gloria eran las manifestaciones de sus retorcidos pensamientos.

 

Amelia decidió que ya era hora de irse y al subir al auto. Gloria la ayudó a acomodar algunas cosas, metió parte de su cuerpo al auto y dejó su trasero afuera; Amelia, como chiste, le pegó una palmada en ese gordo trasero.  Eso sumado a que alguna vez Amelia dijo algo así como que le iría mejor en la vida si le gustaran las mujeres, bastó para que Gloria, y más tarde Juan, tejieran toda esa teoría del lesbianismo y sus consecuencias. Eso fue mecha y fuego en el grupo de amigos.

 

En todos estos años esa gente, con caritas sonrientes en el chat comunitario, nunca le advirtió a Amelia aquel cuento que corría subterráneo. Tampoco, cuando ella los encaró, pidieron disculpas sino más bien lo minimizaron para no mirar. Lalito, otro de los amigos, en algún momento para bajar el pelo a la revelación dijo: “con la Anita entendemos esas cosas y ya los niños son grandes...no corren peligro”

 

Amelia entonces entendió que la verdad no existe, que la mentira se instala y le da cancha tiro y lado a la realidad. Doce años tenía cuando miró el desierto y supo que nunca le devolvería ni un hueso de su padre, que solo tendría viento y silencio, que nadie diría nunca nada, que la gran mayoría miraría para otro lado. Hoy le agrega una línea más a ese cordón que la atraviesa. Al final así se vive hoy, con tal que no le pase a uno, todo bien.

Patricia del Carmen Marzá Donoso

Collage de fotos de Patricia Marzá

La India y la Doña

La vida y las circunstancias las juntaron. Viven en la gran casona que la doña heredó al recuperar por medio de abogados y falsos notarios las pertenencias, los campos, el ganado, las caballerizas y las siembras del dueño. Eso es ahora, porque juntas lloraron, juntas sufrieron y juntas se consolaron.

 

Se conocieron en la hacienda de don Nibaldo. La india ya tenía a los tres chiquillos que le hizo el patrón y la doña era la flamante esposa española, la bonita, la de buen porte, la educada, la oficial.

 

Recién llegado del viejo mundo, el patrón había recibido el fundo con el fin de colonizar la provincia y dar trabajo a los indios que ocupaban los terrenos vecinos. Poco a poco se hizo de más tierras comprando, engañando o bien robando a los chilenos ignorantes y analfabetos por medio de falsas escrituras confeccionadas por notarios de dudosa calaña. Se hizo de una pequeña fortuna y así demostraba su poderío y gallardía española.

 

María, la india, tenía doce años y era la mayor de varias hermanas. Trabajaba limpiando baldosas, barriendo patios y lavando la ropa del señor. Su madre, la cocinera y su padre, el jardinero, vivían a unas cuadras de los establos en una pequeña choza. El lugar era oscuro, tenía olor a humo por el brasero, allí cocinaban y dormían juntos todos apiñados. 

 

_¿Me la pasai, Juan? ¡Me caso con ella, te lo juro!

_No, patrón, todavía no… ¡es muy niña!

_¡La tomaré por la fuerza, entonces!

_¡Ay, patrón, espere a que cumpla los trece que aún no es una mujercita!

_¡Eso no me importa, hace rato que me la estoy llevando pa’l estero y voh no te ha’i da’o ni cuenta! ¡Además, yo hago lo que me da la gana! ¡Pa’eso soy el patrón y no hay huevón que me lleve la contraria!

 

La india siempre con la cabeza gacha sin mirar, obedecía sin decir palabra a todo lo que el patrón le pedía. ¡Sí, patrón! ¡Lo que usted diga, patrón!

 

¿Cómo podía negarse ella que era una niña indefensa e ignorante de estas cosas? No contó con el apoyo de la madre que le dijo que se dejara hacer nomás o seguro que los echarían a todos a pelar el ajo quién sabe dónde. 

 

No demoró en saberse preñada; con el crío a cuestas siguió trabajando, deslomándose de sol a sol. Así tuvo a los otros dos niños sin protestar. Pasó el tiempo y con diesiséis años el patrón ya no le prestaba atención, la hallaba

fea y sin atractivo alguno. Ella estaba cansada, ojerosa con tanta responsabilidad y sin ayuda.

 

Don Nibaldo comenzó a necesitar a una mujer que fuera culta y bonita; que pudiera mostrar en las grandes fiestas y lucirse frente a la alta sociedad sin avergonzarse, ya fuera por su falta de educación o de trato. Al poco tiempo conoció a la bella Adela, joven española recién llegada a Chile junto a su familia. Al principio todo fue sobre ruedas, parecían enamorados. Pronto se casaron, se la llevó a la hacienda para hacer de su esposa la gran señora y dueña de la casona. Lo que no sabía era que su mujer resultó ser estéril. No conseguía dejarla embarazada y esta situación lo tenía rabioso, humillado y desesperado.

 

Se volvió más huraño, egoísta y malvado. No demoró en mostrar su verdadera personalidad. Empezaron los gritos, el trato violento, después los golpes y la relación matrimonial empeoró día a día volviéndose un calvario para Adela, quien sufrió no porque lo amara, sino porque esperaba un poco de cariño y comprensión que su marido nunca podría darle.  Se volvió tan insoportable la vida entre ambos que ella buscó fuerzas en sus entrañas y, altiva, le comunicó que lo dejaría para retornar con su familia y que no deseaba verlo nunca más. Nibaldo, con amenazas de muerte, la obligó a que se quedara. No sería Adela quien lo humillara y de paso manchara el buen nombre conseguido con tanto esfuerzo en la alta sociedad.

 

María ya con dieciocho años pareció recuperada y lucía rejuvenecida. El patrón volvió a poner sus ojos en ella, no la perdía de vista y se convirtió en su sombra. Una vez más la violentó para que fuera su manceba; ella se negaba, le huía, pero sin resultados. Le tenía mucha rabia a Don Nibaldo, lo odiaba. Ni lo miraba, se dejaba hacer con voz ahogada, los labios apretados, escondiendo sus sentimientos. Lo consideraba el diablo en persona.

 

Casualmente, un día doña Adela la encontró llorando en el zaguán y de a poco le sacó la verdad. María le abrió su corazón herido a la patrona y le confesó que don Nibaldo la tomaba por la fuerza y que él era el padre de sus tres huachos.  Furiosa, a Adela no le costó creer lo narrado. Era evidente el abuso y la tiranía. Su único pensamiento y afán era verlo muerto. Ella quería matarlo con sus propias manos, pero debía planearlo muy bien. Razones no le faltaban, ya que la vida matrimonial que llevaba con Nibaldo no era ni de cerca ni de lejos una relación normal. 

 

Le pidió a la india que se mantuviera tranquila y no reclamara ni demostrara ningún fastidio por esta vejación. Luego de esta conversación, siguieron otras a escondidas en los campos. Juntaron dolores, rabias, humillaciones

y tras darles unas vueltas a la olla, las condimentaron con odio, rebelión y resentimiento. Mezcla que dejaron macerar unos días y que se convirtió en una poderosa idea de venganza que iría tomando cuerpo día a día.  Se prometieron fidelidad, lealtad a toda prueba y que se llevarían a la tumba el resultado.

 

Fue fácil poner el veneno en la sopa, al cabo de una semana Nibaldo murió intoxicado. El doctor le echó la culpa a la edad, sin sospechar la verdad.

 

Las mujeres mantuvieron el sagrado secreto y una vez más juraron llevarlo a la tumba. Se produjo una simbiosis entre ellas, estaban día y noche juntas. Se descubrieron como almas gemelas. Se buscaban, ya no podía estar una sin la otra. Llegaron al punto de declararse que la vida no tendría sentido si una de ellas faltaba. Se volvieron tan inseparables que hasta dormían juntas abrazadas por una necesidad física, pero también porque sus almas se reconfortaban en la intimidad.

 

Hoy, ya mayores, siguen juntas como pareja viendo crecer los nietos, viviendo una vida tranquila y en paz, a pesar de haber cometido un crimen que, por lo demás, don Nibaldo muy merecido se lo tenía.

Cecilia Judith Encina Verdugo

La Puerta Secreta

Soy Jaime. Tengo 8 años y estamos en 1962.

En la calle escucho hablar casi solo de fútbol a la gente grande, pues va a haber un campeonato mundial en mi país, Chile.

 

Vivo en la calle Guardia Vieja, que tiene tres cuadras de largo. En la primera cuadra vive mi abuela Sarita, con su empleada, la Meche. La Meche es bien rara pues habla sola y tiene una placa metálica en su cabeza.

 

Mientras la Meche reza a gritos, mi abuela despotrica en contra de los comunistas y del senador Salvador que vive al fondo de la calle. Ambas se llevan bien y van a misa tomadas del brazo. Además, mi abuela es dueña de la casa en que vivimos en la segunda cuadra. Se la arrienda a mi papá que es abogado.

 

Soy el único hombre entre cuatro hermanas mayores, lo que es muy molesto, pues intentan sobajearme y besuquearme casi todo el día, y yo tengo que enojarme y arrancar para que me dejen tranquilo. Me gustaría tener un hermano hombre para enseñarle a boxear y jugar a la pelota.

 

El otro día en el desayuno, mi papá me guiñó un ojo y sonriendo me susurró al oído: “tu hermanito ya está encargado”, a la vez que me palmoteaba suavemente la espalda.

 

Sé leer y escribir bien y me gusta usar el diccionario para aprender palabras nuevas que le escucho decir a mi papá cuando está preparando sus escritos y alegatos. Creo que cuando grande seré abogado y futbolista.

 

Estoy enamorado de mi profesora de religión que se llama Bernardita. Ella, además de ser muy linda, es santa, pues siempre les sonríe a todos los niños, aunque se porten mal y, porque cuando rezamos el Padre Nuestro pone los ojos en blanco y solo los santos pueden ponerlos así. Yo he tratado y no me resulta. Parece que nunca seré santo.

 

Pero estaba hablándoles de mi barrio. La cuadra más entretenida de Guardia Vieja es la tercera, pues está cerrada allí con un portón, o sea que es una calle sin salida y eso nos sirve a todos los niños del barrio para juntarnos a andar en bicicleta, jugar a la pelota, andar en zancos y también para conversar y reírnos. Claro que como soy el menor de todos los chiquillos, muchas veces me dicen que me vaya, para hablar cosas de grandes o me hacen ir a buscar la pelota cuando cae a alguna casa vecina.

 

También es entretenida la tercera cuadra pues ahí vive gente importante, como un obispo, una jueza, un dentista y el senador Salvador, odiado por mi abuela. Cuando Salvador llega en su Mercedes Benz con chofer, se suspende el juego y él nos saluda, mostrando su blanca dentadura con una sonrisa perfecta que, según mi mamá, es igualita a la de Clark Gable.

 

Guardia Vieja, se cruza con la calle Diego de Velasquez. Esto es importante porque ahí viven mis amigos Hugo y Esteban con su mamá, la Payita. Esteban dice que su mamá le colabora en todo al senador Salvador y cuando se refieren a él, le dicen tío Chicho.

 

 En el fondo del patio de Hugo y Esteban existe una puerta cubierta de enredaderas, lo que la hace pasar desapercibida para todos, menos para mí. Siempre he sentido mucha curiosidad por esa puerta. La encuentro misteriosa y secreta, como sacada de un cuento, y hartas veces le he pedido a Esteban que la abra, pero él se niega diciéndome que su mamá se lo tiene prohibido. Un día me confesó que la puerta da al patio trasero de la casa del tío Chicho y me gritó enojado: “¡y no me preguntes más!”

 

Mi curiosidad por traspasar esa puerta se transformó, entonces, en algo irresistible, más todavía sabiendo que daba a la casa del tío Chicho. Así que que le propuse a Esteban entregarle la mesada de un mes completo, que me da mi papá, a cambio de que abriera la puerta secreta y entraramos a ese patio prohibido. Esteban titubeó una y otra vez, pero inalmente aceptó el trato.

 

Una tarde calurosa, Esteban sacó la llave de la puerta aquella que su mamá guardaba en un velador de su dormitorio. Introdujo la llave en la cerradura, la giró y la puerta secreta se abrió como por encanto. No había nadie en el jardín posterior del tío Chicho, entonces, a la señal de mi amigo reptamos como lagartijas hasta el borde de una habitación en el patio vecino. Se escucharon voces y murmullos desde dentro.

 

Esteban se devolvió enseguida a su casa, agazapado, exigiéndome que lo siguiera, pero yo no le hice caso pues mi curiosidad fue mayor que el miedo de ser descubierto. Escondido entre medio de unos geranios multicolores, pude espiar y ver a través del visillo.

   

Y lo que ví me dejó helado. Allí, sobre una cama, estaban desnudos el senador y la Payita, la mamá de mi amigo. 

Yo nunca antes había visto a otra persona sin ropa y menos a un hombre y a una mujer piluchos.

 

Luego de unos momentos de zozobra, mi alma volvió al cuerpo y recordé a mi abuela decir que todo comunista era malo y asesino por naturaleza. Y tuve la seguridad de que el senador Salvador atentaría en contra de la mamá de mi amigo, pues estaba en una postura bastante extraña. De pie, desnudo, como dije, sobre la cama, con voz firme, clara y amenazante, dijo: “¡Patria o muerte, compañera!”

 

En ese momento, ella se incorporó de la cama, pienso que para intentar persuadirlo de su idea homicida o para huir. Acá voy a imitar el lenguaje legal que usa mi papá en voz alta, en su escritorio, cuando prepara sus escritos y alegatos:

 

 Su Señoría, entonces pude ver y apreciar con la respiración entrecortada por la emoción, el hermoso cuerpo desnudo de la mamá de mi amigo: era joven, de pies pequeños y uñas pintadas. Piernas firmes, bien torneadas; muslos consistentes, vello púbico ralo, rojizo; cintura estrecha, senos pequeños y moldeados, con pezones rosados y erguidos. Todo sólido y compacto. ¡Dios guarde a usía!

 

Al volver ella a la cama, probablemente amenazada por el sicario, observé su trasero esculpido. Todo su cuerpo era armonioso y perfecto. Y él, aún de pie sobre el lecho con gestos temibles, preparaba su ataque final.

 

En un instante el senador giró su cuerpo hacia el ventanal, desde el cual yo espiaba oculto. Se veía de panza

prominente y piernas flacas que terminaban en unos pies patagónicos, excesivamente grandes para la estatura del sujeto. Magistrado, de su sexo mejor ni hablar. Lo tenía escondido en los dobleces de la barriga. ¡Insignificante!

            

La Payita se encontraba en un peligro inminente. Agobiado busqué con la mirada a mi amigo. Había desaparecido.

 

Y la acción dentro de la alcoba no cesaba. En cuanto la mujer volvió al catre, el hombre la atacó alevosamente, dejándose caer sobre su cuerpo frágil, seguramente para estrangularla.

 

¡Quiero acabar contigo!, gritó el asesino… Ella luchaba por su vida. Payita puso los ojos en blanco, señal inequívoca de que estaba entrando a la santidad.

 

No pude más. Giré sobre mí mismo y me arrastré como pude hasta la casa de mi amigo. Luego de eso me desplomé sin sentido.

 

Cuando recobré el conocimiento, entre llantos y mocos, le narré a Esteban lo acontecido y el peligro que corría su madre. “¡No te preocupes, Jaimito!”, me dijo con afecto Esteban. Ellos son pololos y estaban haciendo el amor.

 

Epílogo: 

 

Al día siguiente no fui capaz de levantarme para ir a clases. Tuve fiebre por tanta emoción vivida el día anterior. Pero al subsiguiente día, sí fuí al colegio. Había clases de religión.


CHARLY. Carlos Augusto Bianchi Laso

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Legados

Cada verano, Laura acompañaba a su abuela Emita a pasar el verano a la antigua casa en la playa. Los calores en la ciudad se hacían más insoportables y ambas añoraban la brisa fresca y constante de aquel lugar donde el mar en su constante movimiento las mecía.

 

Este año, Federico no la había acompañado, quizás su mirada se había perdido en otro cuerpo más joven y voluptuoso. Tal vez ella ya no tenía la capacidad de seguir encantándolo.

 

Los días pasaban quietos, sin paseos al atardecer ni risas al despertar. Una mañana, después de una larga noche de desvelo, Laura se puso su bata y como de costumbre partió a la cocina. Encendió el fuego, llenó de agua la vieja tetera y preparó la bandeja con el paño, las servilletas, las galletas con mermelada y las tazas preferidas de su abuela. Cortó dos rodajas de limón y con el agua ya hervida preparó el té. Tomó la bandeja y partió rumbo a la pieza de Emita que siempre estaba impregnada de aroma a rosas.

 

Su abuela la esperaba en su cama de sábanas almidonadas. Laura dejó la bandeja en una mesita de caoba, abrió las cortinas y un poquito las ventanas. Arregló las almohadas para que Ema quedara cómoda y acercó la pequeña mesa.

 

_Buenos días, Emita, ¿cómo amaneciste?

_Muy bien, Laurita, muy bien. Aunque sabes, de nuevo he tenido ese sueño que te conté y he despertado rodeada de un silencio que nunca sentí.

_¿Qué será abuelita? Tal vez es porque este año somos menos y las visitas han escaseado.

_Siento haberte contado mi situación, pero no tenía como esconderla y me conoces tan bien que, aunque hubiera querido, tú lo habrías adivinado.

_Toma tu té y come, le puse a las galletas la mermelada de damasco que tanto te gusta.

_Sí, mi amor, sí. No es soledad ni tristeza, lo que siento es ese silencio que se impregna y me invade como una ola gigante.

_ ¿Qué será abuela, qué será?

_Mi dulce Laura, busca en el primer cajón de la cómoda una caja redonda de metal. Hay un sobre con una carta adentro, tráelo y ven a acurrucarte conmigo. Siento tu dolor y por eso quiero mostrarte el más grande tesoro que me dejó tu tatarabuela. También quiero volver a escucharlo.

 

Laura siguió las instrucciones y se tendió en la cama. Abrió el papel y comenzó a susurrar:

Sal al mar, mi niña, sal al mar.

En tu andar recoge con tus manos un puñadito de arena, palpa y acaricia su textura. Siente su presencia con los ojos bien cerrados. Cuando los abras, puedes otorgarte la libertad, si así lo deseas, de abrir también tus manos.

Estira tus palmas y tus dedos como antenas al infinito. Quizás lo has hecho así durante todas tus vidas.

Mira hacía tu corazón y más adentro, hasta alcanzar el vacío y desde ahí respira.

Deja lo juicioso por un rato, desanuda los cordones de tus zapatos y échalos a volar.

Cuando camines por la arena quemante, así descalza, percibe el contacto de cada pedacito de piel con ella y ve acercándote a la orilla.

Echa raíces.

Moja tus pies, huele la sal, saboréala.

Así, cuando estés triste o te sientas prisionera, cierra tus ojos por al menos

un par de minutos y retoma la magia para que te envuelva y sane.

Sal al mar, mi niña, sal al mar.

Laura continuó abrazando a su abuela, sintió escalofríos mientras el cuerpo de la anciana se iba poquito a poco enfriando.

 

Derramó suaves lágrimas mientras observaba su partida y la acompañó en el silencio. Los rayos del sol inundaron de luz la habitación.

 

Pasado un rato, guardó la carta en su sobre, en su caja y su cajón. Comenzó a llamar al señor cura, a los parientes y amigos. Se realizaron las exequias e incineraron su cuerpo.

 

Laura quedó a cargo del ánfora para echar las cenizas al mar, tal como Emita siempre había querido. Luego, vino la repartija de bienes y nadie se opuso a que ella heredara la casa de la playa, su valor de mercado ya no era el mismo.

 

En la ciudad, después de recorrer incansable el departamento que había compartido con Federico, lo limpió y lo mandó a pintar. Que se quedara con él, tenía la certeza de que su lugar estaba en la antigua casona.

 

Partió un día sin mirar atrás y lo primero que hizo al llegar, fue ir con los pies desnudos a tirar las cenizas al mar.

 

En estos días Laura pasa ocupada bordando, coleccionando piedras y conchas, ordenando la casa y el jardín, sobre todo el rosal. De cuando en cuando recibe a algún viajero errante buscando un lugar para descansar. Algunas mañanas, la despierta un suave remezón y parte a recorrer la playa. Repite y repite el ritual: se quita los zapatos, entierra sus manos en la arena y se zambulle en el mar.

A veces, encuentra nuevos tesoros y vuelve siempre sonriente, saboreando la sal.

Trinidad de la Maza Cave

Fotografías Trinidad de la Maza


Alada

Hay tiempos donde volar en completa libertad

se hace imprescindible.

La confianza de ser sostenida por el aire toda.

Trinidad de la Maza Cave

El Vuelo

Como pájara vidente

observando la presencia inmensa.

Así me siento algunos días.

Trinidad de la Maza Cave

Fotografías de Trinidad de la Maza

Y los niños ¿cómo están?

Manuel llegó a vivir a casa y trajo consigo a Pelusa, una perra de antepasados ovejeros magallánicos, y a Otto, un caniche negro algo mal genio por el mal trato recibido de sus anteriores dueños.

 

Cuando conocí a mi amigo y a su manada, desde hacía nueve años que yo vivía frente a la costa del Océano Pacífico en la casa solariega de mis antepasados, sin más compañía que mi perro Tomás.

 

Con mi fiel mastín caminaba todas las mañanas al pueblo por el pan y el diario. La gente me empezó a identificar como la dueña del perro cojo. Tomás había nacido con una malformación en la mano derecha y era mirado con extrañeza, recelo y algo de compasión por quienes nos veían al paso.

 

Una fría noche de invierno se oyó un gemido lastimero que venía desde la vereda. Desde el balcón observé que un cachorro negro empujaba con el morro la puerta del jardín. No se movió del lugar. Persistió en su lamento hasta que, conmovida, le permití entrar.

 

Al día siguiente me percatamos que era un curioso animal, parecía no ver y solo se orientaba por el olfato. Con el tiempo, el veterinario nos confirmó que padecía un daño ocular, por lo que poco a poco perdería la visión. Fue el cuarto de la jauría que nos acompañaba a caminar hasta la playa de aguas turquesas donde nos bañábamos, distante media hora desde casa.

 

El tiempo transcurrió de prisa. Manuel decidió retornar al viejo continente. No pudo detener su caminar en tierra extraña. Yo, por mi parte, no me sentí capaz de abandonar mi solar. Partió un día lluvioso. Con dolor, sin mirar atrás. Nos dejó.

 

Nos habíamos construido un nido juntos. Tomás, Pelusa, Otto y Cholo fueron nuestros niños. Pasados dos años desde su partida, dio señales de vida. Alegre de recibir noticias suyas, decidí contarle a Manuel sobre nuestras vidas. Le escribí el correo que titulé Y los niños, ¿cómo están?, que a continuación transcribo:

Estimado y recordado Manuel, me alegró recibir noticias tuyas. Más aún saber que estás bien y con trabajo. Me preguntas cómo estamos. Te cuento: con el correr de los años nos hemos ido poniendo mayores, lo que nos ha obligado a acortar nuestros paseos. No hemos perdido la costumbre de salir todos los días, pero muy pocas veces llegamos hasta la cala de aguas turquesas. Cuando lo hacemos, es lo que más nos gusta y te recordamos.

 

Todas las mañana, temprano, saco al Cholo con correa. El desgaste de sus ojos no permite que circule libremente. Él es feliz. Lo paseo con un arnés al que no logra acostumbrarse. ¡Es genial! Cuando le pongo el peto, inicia la caminata andando de lado y agachado. ¡Si no será bruto este animal!

 

Al paseo matinal se incorpora la Pelusa. No ha dejado el hábito de ladrarle a los autos que pasan. Otto siempre a su siga, olfateando el trasero de su Dulcinea. Es su eterno enamorado y bastante depravado. Ella, por cierto, ni se entera de esta terrible sombra que la persigue.

 

Lejos, muy atrás camina Tomás. Lleva su tranco, conoce los rincones donde olfatea y los lugares que a su paso va marcando. Está más viejito, no camina con la energía de su juventud. Se queda a medio camino. Espera sentado, sombreando a que la patota regrese. Cuando nos ve venir, ladra con esa voz de tenor que siempre lo ha distinguido.

 

Tomás en mi ausencia (viajé dos meses a visitar a mi hija a California) se quedó a cargo del hogar. Hoy, que te escribo, está lesionado. Un hongo rebelde le ha infectado el cojinete de la mano buena. Ayer se negó a comer y hoy no quiso desayunar. Tuve que ponerme seria y le traté la infección con crema antibiótica que recetó el veterinario.

No le gusta que lo atienda. Menos aún que le ponga un guante para que no se ensucie. Para alivianar el suceso, jugamos a que estaba en el hospital. Pelusa tendida en la cama del lado lo acompaña y luego es premiado con unas tajaditas de jamón de pavo. Cholo lo observa, lo único que quisiera es tener un guante en una mano como Tomás, lo encuentra de perro de buena raza, lo que él añora ser desde su más tierna infancia.

 

Con la diaria convivencia se han convencido de que la vida es de a cuatro. Ya casi nunca se pelean, digo casi, porque ahora viene el relato del último desatino del Cholo, justo la noche de navidad.

 

El día transcurría calmadamente. Sin saber cómo ni por qué, se agarraron fieramente el Cholo y el Otto. Los testigos dan diversas versiones del suceso. La información más plausible se enmarca en una molestia del agrandado del Otto, que supuso malas intenciones en el actuar del Cholo con la Pelusa. Para Otto su dama es sagrada.

 

Fue una pelea terrible, el Cholo lo zarandeaba. Otto quedó mal herido, sangraba mucho del hocico y no se dejaba atender. Nada qué hacer, solo retar seriamente al Cholo que no entendía nada y recoger de la terraza los dos dientes que le quedaban al mal herido, arrancados de raíz por el agresor.

 

Largos y angustiosos días de espera. El veterinario no estuvo atendiendo hasta el lunes después de Navidad. Estaba tan mal y como perdido que se pensó que había llegado su última hora. Dos días echado, sin comer, con el hocico virado. ¡Pobrecito! 

 

Los animales son sabios. Cuando se animó a caminar, salió a la terraza, se acercó a la palangana con agua, luego, metió la manito y la saco. Una manera de bajarse la fiebre nos pareció a quienes lo atendíamos.

 

El lunes fue capaz de subirse al auto siguiendo a Pelusa que nuevamente se prestó para darle una mano a su fiel admirador. La espera en el veterinario fue eterna, todos los perros y gatos enfermos después de tantos días con la veterinaria cerrada.

 

Fue dejado en el veterinario, sedado y atendido. Resultado: mandíbula fracturada. Ya van más de dos meses del accidente y debe comer solo papilla. Desde entonces hasta la fecha, muelo y remojo el pellet. Se lo come mezclado con colado para bebes. Él ni sabe por qué se le atiende con tanto esmero. Mira con ojos largos la comida del Tomás. ¡Si no será salvaje este Otto!

 

Lo más genial del caso es que Otto ahora es un perro gordo, de buen pelaje, buen carácter. Busca cariño y se deja acariciar. Ya no es anoréxico y casi no cabe por debajo de la puerta café de acceso a la terraza.

 

No me sigo extendiendo. Del relato que te he hecho puedes advertir que la respuesta a la interrogante que le da el título es la siguiente: ¡Los niños están bien! Gracias…

MARTINA. María Eliana Martínez Fernández

Fotografías de Eliana Martínez

Voy y vuelvo

Un día por cosas de la vida volví y fue maravilloso, no por el simple hecho de retornar a aquel paraíso imposible de describir y que llenó mi infancia de mágicos momentos, sino por el hecho de que aquel lugar muy común y corriente generaba en mí una especie de encanto sobrenatural. Perdí la noción del tiempo casi instantáneamente y entré en un torbellino de felices y nostálgicas emociones que me llevaron a perderme en una hermosa locura.

 

Dudé por horas sobre mi edad y mi nombre, ¿Pablito de ocho años o quizás don Pablo de cuarenta?, ¿gordo Pablo?, ¿pequeño Pablito? No lograba descifrar si era un niño lleno de esa energía propia de la edad o era un adulto embobado que sacaba a flote las niñerías que viven en todo hombre mayor.

 

Canté a coro junto a los triles y aullé con los perros callejeros hasta quedar afónico. Corrí y salté por horas mientras era acariciado por la fresca brisa del mar. En algún momento caí de rodillas agotado sobre la tierra y tras sentir en las mejillas una fina y tibia hilera de lágrimas, comencé a extrañar a mis padres.

 

Me sentí embargado por una gran pena, en ocasiones superpuesta por ridículas carcajadas que provenían de un mundo que me atrevo a declarar que no existía, cuya salida extraña era similar a una puerta giratoria de la cual no lograba salir y que comenzaba a marearme sin piedad. Caí bruscamente, pero me levanté con la velocidad de un rayo, impulso que duró tan poco tiempo que terminé desplomándome sobre un frío columpio que se encontraba a no más de un par de metros. Desde aquel balancín, y al ritmo de su suave vaivén, observé con atención cómo se mezclaban las estrellas, algunas nubes y cómo adquirían desquiciadas formas. Algunas me alegraban, otras me aterrorizaban y me contraían hasta el alma.

 

Cuando la ruda mañana me abofeteó, el frío me congelaba los huesos y ansiaba con nostalgia un desayuno de burbujeante leche tibia y una caja de medio litro de cereales crujientes.

 

Froté mis manos con energía y, al llevarlas a mi boca para rociarlas con el cálido vapor de mi ser, noté un fuerte hálito a alcohol y observé mis largos y gruesos dedos. Entonces, y solo entonces, volví a pensar quién era o más bien cuándo era.

LUPY. Marcelo Fernando Velásquez González

Fotografía de Trinidad de la Maza

Perros del Litoral

En este pueblo todos van a botillerías determinadas, los ayuda a desechar esos pedazos enojados de la vida. En los callejones hay olor de vómito y alcohol, aquel mismo hedor está en sus zapatos de punta. Recuerdo pensar sobre un homicidio en la micro, mirar a los perros dar vueltas a través de las flores en pintorescos jardines. Recuerdo ese grafiti, somos tus hijos rayando tus murallas. Recuerdo la puesta del sol, las calles de tierra y la forma en la que el día parecía cambiar al color anaranjado. Un desbordamiento se acerca. Mi corazón para y después vuelve a latir. Hace frío, el universo espera en el paradero.

 

Recuerdo despertar con el llanto de las gaviotas. Mis manos estaban arrugadas, a mi lado un joven me ofrece ayuda, se viste raro.

Antonia Martina Catalán Cortés

Fotografía de Trinidad de la Maza

Extraños en un paisaje pasado

Ella es como el cielo con el infierno incluido.

Ella es suave, delgada, larga, flexible, ella es hermosa, perfecta y sabe que puede hacer lo que ella quiera.

 Ella no tiene precio, con solo sisear sus deseos las acciones caen a sus pies. Mientras mira al horizonte a través de la ventana, se enredada en el pasamanos y concentra su mirada en los coquetos gatos frente a ella. ¿Porqué estaba ahí? Ni siquiera ella sabía, la noche anterior había soñado que era una salvaje, que se arrastraba por la mugre y que los animales la tenían encerrada en cajas de vidrio donde no podía ni dormir, había pequeñas criaturas escuálidas, deformes y feas que la observan como a una entretención; los más grandes le decían a los más pequeños que ella la era el diablo.

Los chicos gritaban al oír eso y ella, en aquel sueño, no los entendía, no sabía lo que decían, solo miraba inconsciente a la nada. Eso la amedrentó.

La petrificó el hecho de que todo el poder que tenía hoy, podría haber sido nada en otras condiciones, así que sin pensarlo, despertó y sintió la necesidad de ver a los ojos a aquellos animales para asegurarse de que jamás tendrían el control, de que jamás la encerrarían como ella los encerró a ellos.

Y ahí estaba, de camino a la exhibición donde se encontraba la única especie estúpida del reino animal. En ese lugar vivían los humanos, tenían los ojos blancos con puntos de colores, algunos eran realmente hermosos, pero aún así, se veían horribles, se notaba que no los cuidaban bien, estaban todos flacos y pálidos, eran muy distintos a los del sueño. Estos no sonreían, no andaban juntos.

Antonia Martina Catalán Cortés

Grafito de Elías Fuentes

Ceremonial

A Pelayo poco le importó que llegaran a homenajear a su padre muerto con sentidos discursos y bellas coronas de flores. También rehusó el servicio religioso presidido por un dios que ignoró los talentos y cualidades del marqués, tolerando a regañadientes un responso. Ya vería él mismo cómo sacramentar esa partida con ritos inéditos que verdaderamente rindieran homenaje a su padre, ese genio manso y bueno cuyo mayor defecto, a su entender, fue la humildad. 

 

A tal fin, Pelayo mandó a hacer una invitación en fina lámina de lino amarillo que decía: “Invito a Ud. a despedir a mi padre, el señor marqués don Teodoro, sin misa de precepto”. La repartió entusiastamente en el agasajo que organizó en las terrazas de piedras verdes de la centenaria catedral franciscana a orillas de mar, la tarde del velatorio.

 

En efecto, para sorpresa de las buenas gentes que acudieron a presentar respetos al difunto marqués y a su familial -la mayoría personas austeras nada acostumbradas a faramallas extranjerizantes- descendió de una flamante van un grupo de mozos vestidos de impecable chaqué, quienes dispusieron mesas cubiertas de albos manteles y servilletas de lino. Con la elegancia de un ballet bien afiatado, desplegaron rápidamente sobre las mesas un magnífico servicio de Limoges para té y café, pastelillos y petites bouchées sobre platitos que parecían sacados de una vitrina de museo, botellas y copas de cristal tallado ad hoc para los soberbios espumantes y el cognac, sin faltar, por cierto, un guiño español con un espléndido Carlos V. Remataron la mise en scéne distribuyendo delicadas flores Capo di Monti sobre las mesas junto a los candelabros de cinco brazos de plata maciza, elevados al cielo.

 

Una viejecita sencilla, que traía entre sus manos una solitaria rosa, simple y olorosa para su tan amado doctorcito, preguntó entre confusa y avergonzada: “¿Será aquí el funeral de don Teodoro?”

 

Lo cierto es que Pelayo despegó en su helicóptero desde la terraza del edificio de su afamada clínica bonaerense y viajó día y noche entre aeropuertos atiborrados de gente, subiendo y bajando de aviones para llegar a tiempo con su maletín repleto de soberbia y pura salvación. Empero, la epopeya devino inútil, porque Pelayo pisó España cuando el cuerpo de su padre aún guardaba una cierta tibieza y una cierta sonrisa, pero su corazón había cesado de latir, cansado de esperar milagros y ciencias. 

 

Contrito, Pelayo llegó hasta el borde de la cama donde su padre dormía plácidamente ese sueño tan hermoso que es el de los justos, el de los humildes, mansos de corazón y alma de niño. Agotado e indignado, pateó el maletín y la válvula milagrosa se trizó con un chasquido metálico, mientras sus labios temblaban de ira y sus párpados luchaban arduamente por contener las lágrimas, asumiendo contrariado que para ese preciso corazón la sofisticada ayuda llegó tarde. A Pelayo le falló su semiología clínica cuando menos lo esperaba.... creyó llegar holgadamente a tiempo y llegó tarde, pero su altivez no naufragó ni ante el hecho irreversible de la muerte.

 

La gente se desplazaba como ríos humanos por el cementerio de Ayamonte de Huelva ese domingo soleado de primavera, repletando las avenidas y callejuelas que confluían en el gran mausoleo, cuya puerta abierta denotaba que los manes de sus lares y penates esperaban la llegada de un nuevo huésped. El cortejo avanzaba lento al ritmo manso de las ruedas de la cureña de mañío ricamente tallado con el escudo de armas del marqués, tirada por soberbios percherones negros ornamentados de luto, escoltada por familiares y amigos, dejando a su paso una estela de suspiros hondos, muy azules.

 

Finalmente, el cortejo llegó al mausoleo de reluciente mármol de Carrara. Los corazones latieron desolados preparándose para el momento más doloroso del último adiós y un silencio reverente se instaló en el camposanto, escuchándose tan solo el sonido del Atlántico y el canto de las cigüeñuelas de las rías. Lejos quedó el repicar de las campanas andaluzas tañendo a duelo.

 

Fue, entonces, cuando Pelayo sacó del maletín de cuero de carpincho pardo amarillento las botellas de cognac, espléndidamente arropadas en sus cofres de terciopelo y, luego, una profusión de copas de fino cristal que, pasando de mano en mano, se fueron repletando del líquido ambarino, perfumado en vientres de roble de la campiña francesa. Pelayo las repartió con desgarrada alegría a las manos que tímidamente se tendían, quizá para no desairarlas, como invadidas por un presagio colectivo que se expandió como la niebla. Y en ese momento, me interrumpió como si nada el devoto Padre Nuestro, emplazándome a brindar, al tiempo que ofrecía urbi et orbe  puros cubanos de alcurnia. Aspiró una bocanada de humo oloroso y me espetó:

 

 _¿Qué tal si, en vez de seguir rezando aburridos, jugamos con papá un último hoyo de golf ?_ Dicho esto, acomodó un tee sobre el pavimento tapizado de pétalos de flores. 

 

_¡Esto estaba poniéndose deprimente!_ Me dijo, zumbando lejos varias coronas de rosas con un certero e irreverente golpe con el blade de Teodoro.  

 

Vi, como en sueños, que sacaba la pelota 

grabada con el nombre del marqués y con su palo, bellamente incrustado en plata, disparaba a la boca abierta de la tumba con seguridad y acierto.

 

_¡Ace! ¡Ace en tu honor, mi viejo querido!_ Exclamó.

 

Me tomé de un sorbo el magnífico Remy Martin para no desmayar, mientras la pelota rebotaba en los escalones de marmol que bajaban al alma de la tumba. 

Pude percibir que no solo yo sentía un escalofrío; las flores también se estremecían cuando el viento las envolvía con el humo de cien habanos Partagás cortados con precisión quirúrgica por guillotina de plata, cuyo chack chak resonaba en el silencio que tornaba irreal la escena.

 

Fue entonces cuando la voz inconfundible de Freddy Mercury se elevó entre el humo oloroso y el vapor de las copas de coñac alzadas al sol en un brindis pagano y postrero.  

No supe si la música provenía delinterior del mausoleo o del maletín de carpincho, pero se oyó potente y clara:

Is this the real life? Is this just fanthasy? Mammaaaa ...just killed a man Galileo, Galileo, Fiiiigaro, Magnificooo

Cantaba Pelayo a todo pulmón, espantando hasta las gaviotas que surcaban los cielos graznando de pena. Y la gente, como en un trance colectivo empezó de a poco a tararear, mamma mia, let mi go... Otros bailaban, otros marchaban como en un desfile circense, histérico, pantomímico, scaramouche ...scaramouche....  Y empezó la guerra de las flores: cientos de coronas volaban por los aires, cintas blancas y negras, banderas ceremoniales, pelotas de golf en medio de las risas y los aplausos de las gentes ebrias de sol, de Mercury, de cognac, de gaviotas, de penas y de golf...

 

Sólo yo, con mis oraciones colgadas como algas de mi boca, permanecía ajeno, ensimismado, como en un sueño, sueño perfumado de Remy Martin...

 

La sensatez la pusieron los sepultureros que, aunque medio borrachos, debían terminar su trabajo para cobrar y volver a sus vidas miserables. Uno a uno fueron apagando los cirios hartos ya de derramar lágrimas de cera, de inmolar su luz inútilmente, derrotados por lo pagano.

 

Pelayo derramó sobre el sarcófago de mármol, en cuyo interior descansaba el féretro del marqués, el resto del Hennessy, de sus lágrimas y de sus risas. Antes que colocaran la cubierta del sarcófago, clavó en el féretro una gran y lograda reproducción del Perpetuo niño de Miró, tarareando bajito: nothing really matters... to meeee...

María Cecilia Agustina Villablanca Silva

Imágenes proporcionadas por María Cecilia Villablanca

El fruto del trabajo

Atilio era un hombre pequeño, tímido, con poco sentido del humor, pero con un gran sentido del deber.  

 

Ese día, como todos los demás, se levantó a las cinco de la mañana y preparó su desayuno, mientras su señora dormía. Se vistió con su terno de siempre, gastado y brillante por el uso, y salió de su casa ubicada en un barrio periférico. Era una mañana brumosa y fría.

 

Era el primero en llegar a la oficina. Muy cumplidor, aunque su trabajo no le gustara. Sufría silenciosamente las bromas de sus compañeros oficinistas, quienes se reían y abusaban de él. Atilio lo soportaba, como lo hizo siempre con las mofas de hermanos, primos, compañeros de escuela, de trabajo y todo aquel que lo humillara. Era un solitario sin alternativas, y aunque siempre deseó ser diferente, nunca pudo armarse de valor y cambiar su destino.

 

Al salir de su casa, aún estaba oscuro. Caminaba hacia el paradero de buses iluminado por focos débiles de luz amarilla. Se sabía el camino de memoria, reconocía todos los detalles, pues tenía la costumbre de hacerlo cabizbajo.

 

De pronto se detuvo. Algo le llamó la atención. Una pequeña grieta en la vereda, frente a él. Se agachó a mirarla con curiosidad y notó que avanzaba hacia sus pies lentamente y comenzaba a rodearlo. Al completarse el círculo a su rededor, empezó a descender muy despacio hacia el centro de la tierra. Atilio, perplejo, quedó inmóvil y comenzó a bajar, bajar y bajar.

 

Mientras lo hacía, lo iba invadiendo una sensación de paz y armonía interna que iba aumentando a medida que descendía. Pensó en cuántas veces deseó que la tierra lo tragara y, por fin, se cumplía. Nunca imaginó que sería tan, pero tan agradable. Una sensación que hasta ahora no había vivido, que lo invadía por completo, y que lo ayudaba a descubrir cosas insospechadas en él...

 

Estaba feliz de dejar atrás su vida y no pensaba en nada más. Sólo experimentaba esta sensación tan magnífica, un éxtasis nunca siquiera sospechado. Por fin supo lo que era la felicidad y llorar de alegría, agradeciendo a la vida solo por experimentar esta apoteosis sin noción del tiempo y ni del espacio. Quedó sumergido en ese estado, estático, lúcido e iluminado.

 

Cuando subió de vuelta, iba renovado, rejuvenecido, confiado y feliz. Caminó hacia su casa a la hora de costumbre. Miraba todo extrañado, pero pensó que era producto del cambio en sí mismo.

 

Golpeó la puerta, le abrió su señora y ambos se miraron casi sin reconocerse. De inmediato Atilio supo que ya no podían estar juntos. Con solo mirarla lo supo, tal vez por intuición adquirida en su viaje al centro de la tierra.

 

 Tomó sus cosas y se fue. Ella seguía pasmada, sin entender nada... Para ella habían pasado treinta años.

Paulina Torres Ortiz

Imagen de Canva Pro

Con viento fresco

_Clara, ¿te tinca que nos vamos un tiempo a la playa? Estoy aburrida de oírte toser y este invierno ha sido un infierno.

_¿Es idea mía o dijiste scoba? Mira, el hecho de que estemos tantos años juntas, no es para que te subas arriba del piano.

 Sí, yo estoy vieja, tengo sesenta y cinco años, así es que calculo que ella debe tener como setenta y cinco. Llegó a mi casa siendo muy niña, desde el campo, el mismo día que nací. Mi mamá me contaba que era puros ojos, una tremenda guata y en los huesos. Era la octava hija de una niñera que habíamos tenido. Era morenita, bien habilosa y por eso le pusieron Clara.

_Clara, prepárate todo porque partimos mañana muy temprano, y deja de rezongar que a las dos nos va a hacer bien. Ya me imagino cómo debe estar la casa, un chanchal, si hasta a los amigos se la prestan mis hijos.

_¿Te das cuenta, Clarucha, qué cerca estamos? Antes era toda una odisea el viaje y ahora, todavía no nos acomodamos y ya llegamos a Algarrobo. ¡Y más encima en plena primavera, qué delicia! Sí, te oí, que vamos a tener alergia, pero, ¡mujer, ves todo negro! Que en esta época hay poca gente, que si nos enfermamos, que nos vamos a latear… 

_Realmente, le agradezco a mi marido, que en paz descanse, la idea genial que tuvo, ¿sabes que me estoy refiriendo al primero, Joaquín? Sí, malas pulgas, pero me trató como a una reina, bueno ya, como a una princesa, ¿tampoco? Bueno y ¿cómo cresta crees tú que me trataba?, ¿como a una geisha? ¡Ahora sí que estás trasmitiendo, jamás corrí como tú dices a ponerle sus zapatillas: se las dejaba en la entrada y ¡punto!

Tal como pensaba, mi casa era una pocilga. La puerta del jardín estaba en el suelo y adentro, por gracia de Dios, estaban las paredes en pie. Un olor a humedad que no pudimos resistir, abrimos todas las ventanas. Llamé al José, el jardinero de mil años, y empezamos de a poco a dejar vivible nuevamente la casa, pero juré que no la prestaba nunca más. Nonos costó nada acostumbrarnos, caminamos como nunca, respirando ese aire perfumado que ya se me había olvidado que existía.

 

Pasaron los meses y cada día postergábamos la vuelta. Pasó el verano, entré a clases de tango y la Clara se metió a un curso de tejido a crochet. Mis clases eran si todos los jueves, un grupo de gente tan entretenida que empezamos a juntarnos los fines de semana, a jugar naipes, a bailar, a comer. La Clara, por su lado, se metió, además, a clases de cueca y se hizo amiga de un montón de huasos rencachados.

_Clara, ¿tú también lo notaste? Realmente, estoy entusiasmada, ¿quién lo hubiera pensado? ¿A mi edad encontrar un compañero y tan caballero? Sí, le conté que soy viuda dos veces, no es que tenga buena mano, sino que me salieron los dos bien pifiados, como siempre tú me dices. Lo admito, tengo mal ojo…, pero económicamente no me puedo quejar.

_¿Sabes?, convidé a comer el viernes a Gastón para que me des tu veredicto. Pero, por favor, si te cae mal trata que no se note, ya veo tu cara de burro y tirándole los platos.

Ojalá la pille de buena, porque es famosa entre mis amistades por su manera tan directa y franca.

 

Ese día parecía cabra chica, me dolía la guata, me cambié cien veces, fui a la peluquería, ¡qué ganas de haber tenido una varita mágica para borrarme unas cuantas arrugas!, pero lo importante es disfrutar lo que hay y punto. Me miré al espejo y casi me veo de 59 años, y puchas que me costó.

_¿De qué te ríes, Clara? ¡Cómo que estoy más pintada que puerta de circo! Estás envidiosa porque tengo un pinche y tú naca. Eso te pasa por andar siempre con el ceño fruncido, ¿cuántas veces te he dicho que tienes una sonrisa tan bonita?, pero no hay caso, te encanta andar con cara de funeral.

Sentí la puerta y salí volando, me saqué la contumelia, ya que choqué con un sillón y me caí. Por tonta pretenciosa me había quitado los anteojos y, la verdad, es que no veo nada. Quedé medio chascona, sentía las carcajadas de la pesada de la Clara, pero toda digna me paré raudamente y abrí.

 

Lo primero que veo, un hermoso ramo de flores, silvestres, pero igual de bonitas. Venía de lo más arreglado, un poco demasiado, para mi gusto, pero son detalles.

 

Crucé los dedos y pasamos al living. Apareció doña con una bandeja con cosas para picar y dos copas de vino. Lo miró con cara de perro bulldog y salió, nos pusimos a conversar como cabros chicos, éramos casi de la misma generación. Gastón tenía sesenta años muy bien conservados, viudo hacía 15 años y estaba retirado desde unos meses. Vivía de sus pinturas que vendía el extranjero.

 

Pasamos al comedor y casi me voy de espalda, la mesa parecía de restorante de lujo. La comida muy buena, ¡no hay quién le gane a la Clara en eso! Además, se portó bien y hasta se despidió con un “Buenas noches, don Gastón”. A mí me cerró un ojo y quedamos solos.

 

Después del bajativo, Gastón se relajó, entró en confianza y me contó que estaba en Algarrobo desde que enviudó, era inmensamente feliz viviendo acá, pero lo único malo es que se sentía tan solo, que andaba en búsqueda de una mujer que a lo mejor no existía. Ahí, me puse valiente y le pregunté de frentón cuál era su ideal. Me llegué a sentir incómoda, pues me estaba describiendo, se sonreía coqueto, y le dije: 

_Parece que ya no tiene que seguir buscando.

_¿Por qué? _me preguntó_ ¿acaso tienes una hija como la que acabo de describir? ¡Pero esa sí que es una buena noticia!

 

_¡Clara, Clara, por favor, ven enseguida! _grité.

_¡No me importa que estés durmiendo! ¡Te necesito! ¡Sí, estoy llorando a grito pelao! ¡Viejo verde, ojalá se ahogue!

Verónica Laura Nieto Grez

Fotografías de Trinidad de la Maza

Este es el mar. El mar con sus olas propias, con sus propios sentidos. El mar tratando de romper sus cadenas.

Monumento al mar. Vicente Huidobro.

Niña morena

 

En una zanja la encontraron.

La ropa hecha jirones,

la cara demacrada,

los ojos muy abiertos.

¡Pobre niña morena!

 

Al verla de tal modo,

con piernas ensangrentadas,

no tuvieron ninguna duda

de lo que le había pasado.

¡Pobre niña morena!

 

Recordaron que aquella tarde

habían llegado al pueblo

cuatro hombres desconocidos.

Venían todos bebidos.

¡Pobre niña morena!

 

La niña estaba jugando

con su muñeca de trapo.

La vieron los que iban montados

con la lujuria en el cuerpo.

¡Pobre niña morena!

 

Desmontaron sus caballos

y a la niña se acercaron.

No le dio tiempo a gritar,

la boca le amordazaron.

¡Pobre niña morena!

 

Los cuatro la cabalgaron.

Las entrañas le desgarraron.

Huyeron los desalmados.

La niña se desangraba.

¡Pobre niña morena!

 

El pueblo se rebeló.

Salieron con sus machetes

en busca de los demonios.

Volvieron sin encontrarlos.

¡Pobre niña morena!

 

No pudieron vengarla.

Procedieron a sepultarla.

La animita que le hicieron

es testigo de su historia.

¡Pobre niña morena!

 

En noches de luna llena

en el cielo resplandece

una estrella luminosa.

La niña, de ahí los mira.

¡Pobre niña morena!

 

En las noches de tormenta

cuatro rayos fulminantes.

Son los cuatro bandidos

que van vagando errantes.

¡Pobre niña morena!

Nunca volvieron al pueblo,

por temor a ser linchados.

No han encontrado descanso.

Jamás podrán encontrarlo.

¡Pobre niña morena!

MARTINA. María Eliana Martínez Fernández

Imagen de Canva Pro

La infancia de la Mercedes

¿Qué hizo que la Mercedes se convirtiera en el monstruo que llegó a ser? Tendríamos que retroceder en el tiempo hasta llegar a su infancia, donde dicen que se gestan todos nuestros traumas futuros.

 

Fue la hija única de un matrimonio de clase media acomodada rural, de pueblo chico. Su padre, un hombre fuerte, alto, de tipo sanguíneo. Su madre, una mujer atractiva, sin estar plenamente consciente de sus encantos, un tanto tímida y apocada, de mejor pelaje que su marido.

 

Mercedes llegó al mundo cuando sus padres llevaban cuatro años de casados, ya se habían hecho la idea que no iban a tener descendencia. El parto fue normal, sin mayores complicaciones.

 

Su primera infancia fue la de cualquier niña en una familia chilena con medios, en manos de empleadas y niñeras. Al cumplir siete años comenzó a ir a la escuela del lugar, la única, dicho sea de paso. Allí alternaba su aprendizaje y juegos con los otros niños, donde se mezclaban en alegre democracia todas las clases sociales pueblerinas. Y así, Mercedes llegó a los nueve años. Era una niña alta para su edad, había heredado de su madre sus grandes ojos grises, nariz respingada y un precioso pelo color miel. 

 

Una noche cualquiera, estaba medio somnolienta cuando sintió que su padre entraba en su dormitorio. Se incorporó y lo saludó alegremente: “hola papá, qué rico que viniste a acompañarme”. Su padre no dijo nada, simplemente se sentó en la cama, le pasó un brazo por sobre los hombros y con voz ronca le dijo: “Quédate quieta, déjame hacer y, sobre todo, no levantes la voz. Yo sé que esto te va a gustar.” Dicho esto, metió su mano bajo las sábanas y comenzó a masajear el sexo de Mercedes. La niña al principio se aterró al ver a su papá tan alterado. Luego, poco a poco se calmó, un sopor muy agradable la fue invadiendo, semi dormida sintió una sensación nueva, inesperada y, sin saberlo, experimentó el primer orgasmo de su vida.

 

_¿Viste que era rico?, ¿te gustó? Eso sí que me tienes que jurar que nunca se lo vas a contar a tu mamá. Esto tiene que ser un secreto entre los dos. ¿ Lo juras?

 

_Sí, papá. No te preocupes, si yo casi nunca hablo con la mamá… _dijo Mercedes, ya casi dormida.

 

Al día siguiente, mientras se vestía para ir a su escuelita, recordó la noche pasada. Sintió mucha vergüenza, una incomodidad vaga que no supo definir por sus inocentes nueve años. Por un lado le habría gustado poder compartir su secreto con alguien, su mejor amiga, su profesora, pero algo muy profundo la retenía. Relacionó lo que le había pasado con las cosas indecentes que en el recreo contaba el Remigio, hijo de un peón, refiriéndose a las cosas que le hacía a las pololas que según él tenía.

 

Así, durante muchas noches y varios años siguieron las visitas nocturnas. Mercedes fue creciendo, desarrollándose, llegando a convertirse en una adolescente muy atractiva, tanto que ya a sus trece años, hombres adultos la miraban con deseo. Las relaciones con su padre eran cada vez más tensas, pues él, ante la transformación de su hija en una mujer, reaccionaba como macho alfa amenazado en sus derechos. La madre, por otro lado, veía a su hija como una rival del cariño de su esposo, no obstante que ni siquiera sospechaba de las visitas nocturnas, lo que ciertamente habría desencadenado una tragedia espantosa. El resultado de todo esto era que Mercedes era una prisionera en su propio hogar, ya que el padre no solo la restringía, sino que le prohibía las salidas, salvo que fuera acompañada por él. Con su madre no iban mucho mejor las cosas, pues su trato con Mercedes se limitaba a los buenos días, si es que llegaban a cruzarse antes de almuerzo, aún entonces la mirada que le dirigía era de franco desagrado.

 

Una noche, en la víspera de su cumpleaños número quince, Mercedes sintió unos pasos en dirección a su dormitorio, le había puesto llave a su puerta. Oyó cómo su padre movía la manilla, mientras susurraba con ira: “Abre, Meche, te lo ordeno”. Como en una película pasaron por la mente de la niña todos estos años de inmundicia. Sintió ganas de vomitar y componiendo la voz susurró a su vez: “Espérate, anda a tu dormitorio, yo te aviso”. “Hasta aquí nomás llegamos” pensó, mientras sentía que algo como líquido hirviendo le subía por la garganta.

 

Bajó en absoluto silencio hasta la cocina, sacó del cajón el cuchillo con que el padre del Remigio, el Juaco, carneaba a los chanchos y corderos cuando llegaba la temporada. Era un arma formidable, pesada, aterradora.

 

Con el mismo sigilo subió a la pieza del padre, lo sacudió para despertarlo y le dijo:

 

_Necesito que estés bien despierto, papito.

_Qué grata sorpresa, nunca habías venido a verme. Ven, métete a la cama, mi amor.

 

Casi no alcanzó a terminar la frase. Mercedes, con una fuerza irracional, nacida de lo profundo de sus entrañas, le clavó el cuchillo hasta la empuñadura y, antes que el otro fuera a gritar, de un certero tajo le rebanó el cuello, tal como había visto hacer al Juaco.

 

Se trasladó al dormitorio de su madre, la despertó muy suavemente:

 

_Mamita, despierta que te tengo que contar algo muy importante, que no puede esperar hasta mañana _La mujer se levantó, se sentó apoyada en el respaldo, con la misma frialdad de siempre.

_¿Qué puede ser tan importante que me vienes a despertar a esta hora, ¿miraste el reloj, mocosa de mierda?

 _Sí, mamita, escucha atentamente.

 

Durante larguísimos y espantosos minutos, Mercedes puso al tanto a su madre de todas las bestialidades que, desde sus nueve años, la había hecho objeto su padre. La mujer ni siquiera pestañeaba, estaba en un estado casi catatónico. De pronto rompió en un aullido horripilante, de bestia, se arañó la cara y se quedó mirando a su hija.

 

_¿Cómo me pudiste hacer esto, puta maldita, tú tienes que haberlo provocado, a él jamás se le ocurriría algo tan atroz, debí abortarte, sal de mi pieza, ¡puta!

_¿Mamita, por qué no vamos a ver al papá, mejor?, está muy callado.

 

Mercedes, sin darse por aludida, trató de calmar a su made. La mujer, mirándola con ojos de loca, se dejó conducir como sonámbula al dormitorio de su marido. Ahí, nuevamente soltó su grito espeluznante, lanzándose a la cama y abrazando el cuerpo ensangrentado del hombre. Mercedes tomó impulso, asió el cuchillo y lo descargó repetidas veces en la espalda de su madre. Como obedeciendo a un plan preconcebido, fue al garaje y tomando un bidón de gasolina, lo llevó al dormitorio vaciándolo sobre los cadáveres de sus padres.

 

En el pueblo se comentó durante largo tiempo la milagrosa escapada del incendio de la pobre Mercedes y de lo sola que había quedado. Sola, pero inmensamente rica como única heredera de las fortunas combinadas de sus padres. El notario del pueblo, gran amigo de la familia, hizo todos los arreglos legales para que, una vez cumplida su mayoría de edad, Mercedes pudiera hacer uso de su herencia y, hasta ese momento, mediante la figura de un fideicomiso, le asignó una excelente renta.

 

A todo esto, se había establecido en el pueblo un convento de monjas de claustro del cual el padre de Mercedes era uno de los benefactores. Las monjas, al saber la desgracia de esta pobre niña, le propusieron irse a vivir con ellas a un par de piezas que le asignarían, cobrándole una suma mensual. Ella tendría amplia libertad de movimientos y podría participar en casi todas las actividades de la congregación. Todo mientras durara la reconstrucción de la casa incendiada que Mercedes, con la ayuda del notario, inició al día siguiente, ya que tenía la intención de inaugurarla con un gran baile, lo que sería su estreno en sociedad y el inicio de su nueva vida.

Roberto Rafael Veloso Zilleruelo

Imagen de Canva Pro

La esquina

Hace 23 años que Romina vive en el mismo barrio. Ha observado cómo las esquinas cambian, cómo se modifica su habitual territorio.

 

Un día, repentinamente, creció en un ángulo de su paisaje un gran edificio que modificó totalmente la iluminación de su casa; cada pieza recibía la luz a medida que el sol recorría el día, pero cuando ese gigante se terminó de construir, en la casa de Romina se modificaron todos los horarios de la luz. Amanecía brillantemente en los lugares donde antes anochecía, dependiendo de donde rebotara el sol en los grandes ventanales del nuevo monstruo. Se gestaba así un paradójico ciclo de iluminación contrario a lo natural. En invierno, los añorados rayos de sol se colaban malamente entre la mole de cemento y las desnudas ramas de una higuera. Todo el barrio se fue modificando, se abrieron pórticos gigantes, nuevas calles que terminaban en bocas de enormes estacionamientos que dejaban ver interminables hileras de techos de autos.

Cuesta pensar que en este nuevo territorio sobrevivan vestigios de ese mundo pasado que tejió sus raíces en este espacio. 

 

Sorprendentemente, en el camino que Romina hace hasta la micro, existe una casa sobreviviente en la esquina que ha tomado una pátina de tiempo y se ha suspendido, pareciera que para siempre en una desteñida imagen de lo que una vez fue.

 

La señora que habita ese inmueble es una anciana que con primorosos cuidados y abundante maquillaje trata de sostener su figura que se desmorona ante la vejez y, en esa lucha, el exceso de coloretes y sombras resaltan dramáticamente un escaso cabello pajizo atado a un tirante moño.

 

La inocente casa se ha teñido de color gris que provino de un lejano tiempo azul; el patio y las ventanas se llenaron de remolinos de papel y enanos pintados que el sol inclemente del verano quemó.

Romina supo por alguna vecina que tan llamativa señora se llamaba Úrsula, que es solterona y que vive sola desde que murieron sus padres a inicio de los ‘80.

 

Cuando la tarde es agradable, es posible ver a Úrsula barriendo la aplanada tierra de su jardín, aferrada a una escoba que pareciera tener un palo extremadamente largo, pero es solo que el cuerpo de Úrsula se ha hecho pequeño y encorvado con los años.

 

Cuando cae la noche es fácil divisar a esta pequeña señora sentada frente al televisor mirando algún programa que la mantiene expectante, las luces de colores chillones producen efectos fantasmagóricos sobre ese cuerpo enjuto, como si en cualquier momento fuera a traspasar la pantalla y a entrar en tan maravilloso mundo. Junto a su rostro coloreteado y alumbrado por la cambiante luz de la TV es posible ver una enorme cantidad de muñecos y peluches encaramados en los desvencijados estantes.

 

A Romina le gusta volver a casa con la imagen de Úrsula sumergida en ese aparente mundo feliz que arrulla su infantil inocencia, al final eso es lo único valioso. Sostener esa precaria realidad como si tuviera alas, como si el mundo fuera mejor bajo esa luz donde los dramáticos cambios quedan afuera, sin cabida en ese inalterable mundillo de cartón, luces y muñecas.

Patricia del Carmen Marzá Donoso

Grafito de Luis Salazar

Implacable

El cocodrilo estaba muerto; tres estaciones de metro antes, bajó el león del carro que antecedía a aquél dispuesto para el traslado de los asistentes al concierto de Las Hienas Pop. Subió al vagón repleto de fans y en un rápido vistazo vio dos gatos sentados en el suelo, percibiendo el olor característico de la marihuana adherido a sus pelos.

 

Le molestó el olor del mono, ordinario y hediondo, columpiándose del poste de sustento, concentrado en la faena. Pobre serpiente, debe ser vieja y seguro tiene sueño porque, de no ser así, ya lo habría correteado mostrando tan solo su solitario colmillo. Entonces lo vio sentado, como dormitando, en el único asiento de ese carro de metro. Pasó por su lado caminando, con la vista fija en el siguiente vagón al que indudablemente se dirigía y apretó discretamente un botón de su soberbio reloj al pasar por el lado del cocodrilo: le disparó directo al corazón, como si nada, una fina saeta envenenada.

 

El cocodrilo estaba sentado, así que no se movió siquiera, solo entornó los ojos, sorprendido al sentir un pinchazo caliente en medio de su pecho amarillo. Se quedó perplejo, mientras un sabor amargo le subía a la garganta, con la vista fija en las puertas vidriadas del metro, que ya no lo llevaría a ninguna parte.

 

Como disolviéndose en el aire espeso y caliente, vio la figura del león reflejada en las vidrieras que tenía en frente. Mientras las luces interiores del metro se iban apagando lentamente y un calor intenso se expandía por su pecho, el cocodrilo tuvo un dejavu cretácico y repasó su vida tranquila en los pantanos del Nilo, pudo sentir sus cálidas aguas pasando entre sus cinco dedos mientras los diestros pluviales le limpiaban sus dientes, y añoró su Egipto natal, sin luces ni catervas de gentes pululando entre las pirámides, ávidas de emociones.

 

Debí haberlo triturado cuando pude, pensó, lamentando ese lapsus de compasión y todo se hizo negro ante sus ojos que derramaron gruesas lágrimas de desesperanza.

               

El león bajó una estación antes de aquella cercana al recinto del concierto y con precaución arrojó el reloj a las ruedas del metro, cuando reiniciaba su marcha. Ajustó su chaqueta porque sintió frío, a pesar de los 30 grados que hacía en Barcelona y sonriendo, salió a la superficie del casco urbano, justo frente a la catedral de Gaudí.

Caminó hasta llegar a la estación del metro más cercana y tomó un ticket directo al aeropuerto. En una hora más saldría su vuelo desde el Prat en Tarradellas rumbo a Santiago de Chile.

                   

No se percató, empero, que la serpiente enroscada en el pilar del metro, que todo lo vio, aunque parecía dormida, se deslizó sigilosamente y bajó tras él, en la estación de la Catedral de Gaudí. Cierto es, no pude advertir al cocodrilo, caviló la serpiente. Todo fue demasiado rápido, pero silenciosamente le juró por el honor de la Hermandad que el plan seguiría su marcha implacable.

                 

Los gatos marihuaneros se espabilaron de su modorra al anunciarse la estación del Palau de la Música, decidiendo bajar del vagón al final, ¿para que apurarse?, total, ya tenían sus tickets asegurados. Fue así que al sentir el pitazo del maquinista anunciando la puesta en marcha, divisaron al cocodrilo sentado, sin hacer amago de levantarse. 

 

_El viejo se quedó dormido y le vi el ticket del concierto en su mano _le dijo el gato a la gata.

_¡Uuuu, demasiado profundo el sueño del compadre! ¡Despertémoslo! _dijeron al unísono y lo zamarrearon.

 

¡Nada! Como pudieron lo arrastraron, agarrándolo desde debajo de los brazos, hasta el ascensor que los llevó a la superficie. Como no despertara, acordaron dejarlo en la pileta más cercana y que espantara allí su borrachera. Hecho, se fueron corriendo al Palau de Música.

 

Al sumergirse el cocodrilo en la fuente, uno de los focos del fondo, el azul, movió al rozarlo el dardo envenenado, impulsándolo hacia afuera. Apenas había traspasado su piel unos milímetros porque impactó en una escama ósea. Un voraz pececito rojo, tataranieto de los pececitos pluviales del Nilo, se acercó curioso a succionar el delgado hilo de sangre que manaba de la pequeña herida y la limpió de los rastros del veneno.

 

El cocodrilo sentía mucho sueño, apenas si podía mover sus pesados párpados, y tomó un largo y reparador sorbo de agua. Casi casi se traga un pececillo rojo que deambulaba entre sus afilados dientes.

 

¡Qué grato es el sueño que precede a la muerte!, pensó.

María Cecilia Agustina Villablanca Silva

Grafito de Elías Fuentes

Ediciones Calambur Ideas ® 2022

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